Años 735-733 antes de Cristo. Hay sonido de espadas, ruido de pertrechos militares. A Israel llegan amenazas de guerra inminente. Cuando la noticia llega al casa de David “
se agitó su corazón y el corazón del pueblo como se agitan los árboles del bosque con el viento”. Ante los temores del rey de Israel, Ajaz, el profeta asegura la asistencia de Dios con el nacimiento de un niño, lo más débil e inerme: “
La virgen está encinta y da a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel” (Is.7, 14).
En el Adviento hay personajes imprescindibles. Ahí vemos de nuevo, hoy, a Isaías, el pintor de paisajes mesiánicos con horizontes de paz. También hemos encontrado, en domingos anteriores, a Juan el Bautista, como un vendaval capaz de derribar colinas y de rellenar hondonadas. Y María, verdadero relicario del Adviento, cincelado a golpes de silencio y de entrega, de fe y compromiso. A Ella la tenemos siempre como punto de referencia de las promesas y acontecimientos que rodean la Navidad. Hoy nos encontramos con José, que sin entender nada, como un peregrino en plena oscuridad, vive de una fe sin fisuras, recia y descarnada.
El evangelio de este domingo nos pone en contacto con el recorrido interior que José tuvo que hacer hasta descubrir a Jesús como un don de Dios que a él le corresponde acoger y custodiar.
¿A quién podría confiar Dios sus dos principales tesoros -Jesús y María-, sino a San José, la sencillez encarnada? A los sencillos se revela Dios con mayor facilidad. Un amigo, sacerdote y poeta, lo describe así: “Tenía que ser alguien con mucha fe; ¿cómo, si no, iba a poder vivir tan cerca del misterio sin quemarse? Tenía que ser alguien con mucha profundidad, pero como un pozo de agua clara al que se le ve el fondo; de pocas preguntas, sólo las justas para saber qué esperaba Dios de él. Tenía que ser un hombre lleno de confianza en Dios para fiarse plenamente de Él, por más inesperados que fueran sus caminos, y para fiarse de María, para no dudar de ella por más desconcertantes y extraña que resultase su misión. Alguien que aceptase la luz de la palabra sin reservas, a corazón abierto. Alguien obediente siempre a la voz del Espíritu. Tenía que ser alguien capaz de amar mucho: Amar a Dios para ofrecerle sin pestañear cualquier cosa que le pidiese, aunque pareciera descabellada; para ver la mano de Dios en todo, en lo grande y en lo pequeño; para poder adivinarlo en la mirada, en la sonrisa o en el llanto del Niño; para amar a María, para tenerla en el centro de su corazón, para leer a través de sus silencios, para estar seguro con sólo mirarla de la limpieza de su corazón, para saber quedarse discretamente a la puerta de su intimidad. Tenía que ser alguien que amara sin medida, sin pasar recibo, sin darlo importancia” (R. Prieto).
Ese hombre fue San José: la santidad vestida con túnica de carpintero, tejida de silencios, hecha a golpes de martillo y de una renuncia oculta y perfumada con el amor de cada día. El hecho de descender de David permitiría entroncar a Jesús con la herencia davídica. El evangelista Mateo nos hace saber que era carpintero -
“¿no es éste el hijo del carpintero?”, decían de Jesús: Un trabajo honrado que permitiría a su familia vivir una vida tan sobria como digna.
El matrimonio judío se componía de dos momentos espaciados durante un año. El primer momento, los desposorios, convertía a los novios en marido y mujer; pero la convivencia no ocurría hasta pasado el año. En ese año de espera es cuando José percibe el embarazo de su mujer: “
Como era justo y no quería poner en evidencia a María, decidió repudiarla en secreto”. Hasta en esto se nota su bondad. Sólo cuando sabe que el asunto es de Dios, lo acepta sin pestañear, hasta dar nombre e identidad social al Niño, a pesar de su temor inicial de arrogarse el mérito de una paternidad que no dependía de él: “
No temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”.
José es uno de esos hombres a los que les tocó vivir pruebas de fe tan duras como la de Abrahán. Por eso, son los hombres a través de los cuales Dios lleva adelante su proyecto de salvación y de gracia. Sólo desde una fe honda se pueden aceptar los caminos del Dios, que escribe derecho, aunque con renglones que, a nuestra humana lógica, parecen torcidos.
“No temas”. Esta invitación a fiarse de Dios sin miedos, ¿no sería un buen lema para colocarlo junto al belén del comedor, o para colgarlo del árbol navideño? ¡Feliz Navidad!
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
18-12-2016